miércoles, 31 de marzo de 2010

Dos Maneras de Ser Felices

Ana

              Me dirigí al baño a orinar con urgencia, siempre había tenido esa costumbre de esperar hasta ya no aguantar más.  Entré me levanté el vestido de color azul y me bajé el calzón, me senté en el inodoro e instantáneamente salió el chorrito. Siempre tardaba mucho tiempo, pero era un momento que me gustaba disfrutar, escuché como caía el líquido amarillo en el recipiente, su sonido era como el que hace un río chocando consigo mismo y con las rocas.
              Cuando terminé, tomé un poco de papel higiénico para limpiarme y me lavé las manos, ese día por curiosidad me asomé a ver cuál era su color y olor, tratando de imitar lo que describen los resultados biológicos.  Todo estaba como siempre: color amarillo claro.  Olor un poco desagradable pero considerado por mi como normal.  Pero mi vista se detuvo en una pequeña pita que deambulaba como queriendo salir del inodoro, llamó mi atención y curiosidad, nunca había visto algo así en mis miados.
              El pequeño ser era un poco  o casi transparente y, a pesar del color del orín, era notablemente blanquecino.  Sus movimientos eran como los que hacen las lombrices o las culebras cuando se encuentran en el agua, parecía que sus intenciones eran salir de la jaula en donde, sin querer, había terminado.
              Corrí rápidamente al lugar en donde guardo todos los frascos que van sobrando después del uso, tomé uno e inmediatamente lo recogí sin importarme el tocar los orines, mi objetivo principal era salvarle la vida a ese pobre ser que decía histéricamente con sus movimientos desesperados que lo salvara de su inminente muerte.
              Ya auxiliado, sin temor alguno, caminé hacía el lavatrastos, escurrí con cuidado todo lo que había dentro del frasco para no lastimarlo e instintivamente lo llené con el agua del chorro.  Cuando ya se encontró dentro de su nuevo ambiente, sus movimientos fueron más rápidos pero no desesperados, parecía que el ser se encontraba feliz de estar en su nueva casa y sobre todo conmigo.  Yo igual que mi actual amigo me sentí aliviada.
              No cabe duda que las mujeres tenemos una intuición muy desarrollada, más que la de los mediocres hombres, y por eso decidí cerrar el frasco con su tapadera, pero antes abrí unos hoyos para que el aire pudiera entrar y salir con facilidad, y no matar al ser.   Después lo metí en la alacena porque ahí la temperatura es más fresca, con eso garantizaría que viviera lo que tendría que vivir.
              Pasaron más o menos unas siete semanas.  En la primera todos los días revisaba como estaba mi amigo y noté en una sorprendente metamorfosis: primero observé que tenía dos ojos pequeños, después, pasados los días desarrolló sus extremidades, y poco a poco su tamaño era mayor, por suerte, como dije antes, nosotras tenemos una buena intuición y lo había colocado en un recipiente grande.   Poco a poco fui perdiendo el interés en su transformación y dejé de verlo.
              Hoy cocinaba y sin intención alguna moví los frascos cuando me topé con mi amigo, al inició no lo reconocí y me asustó, pero sus movimientos contentos me tranquilizaron, fue una sorpresa muy agradable.  Al verlo así decidí trasladarlo de la alacena a la mesa de noche de mi dormitorio, era el mejor lugar para que ambos compartiéramos momentos juntos.   Limpié el vidrió y lo adorné, me gustó el trabajó que realicé y también a él, sus movimientos eran rápidos, armoniosos y notablemente felices.
              Cuando me acosté esa noche y lo miré tuve la idea de mostrárselo a mis compañeros de trabajo, todos se pondrían contentos al verlo y tal vez olvidarían por un momento su monótona vida.  Todo eso nos uniría más: a mi amigo y a mí. 

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              Conozco a Ana, es la secretaría de la oficina, la recepcionista, es atractiva, todos en el trabajo desean acostarse con ella, igual yo.   Es delgada, pechos proporcionados a su estructura corporal y a su estatura, sus ojos verdes contrastan con su tez morena y pelo negro.  Usa siempre el mismo tipo de ropa: vestido color azul ajustado que deja que uno la admire, blusa blanca semitransparente interrumpida por el brazier.  Tiene poca comunicación con nosotros y sólo llega a ser su trabajo y se va.   Eso hace que a todos nos sea antipática y sobre todo a las mujeres.
              Hoy extrañamente nos invitó a una fiesta a su apartamento, es raro pero a todos nosotros nos encantó y realizamos apuestas para ver quien se la coge de primero.

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              Ana, aquel día no había ido a trabajar para hacer limpieza general en su apartamento, no la hacía diario porque no tenía mayor importancia para ella, vivía sola y nunca estaba en ella, era un lugar utilizado solo para dormir.  Empezó por la sala, ahí iban a estar todos sus amigos, y después con la cocina.  Sacó los platos reservados para las festividades especiales, eran los mejores que tenía.  Sacudió, trapeó y volvió hacerlo todo nuevamente para garantizar la pulcritud.
              Llegando ya la hora subió rápidamente a su cuarto y escogió la ropa interior más sensual, con eso se sentiría más segura y atractiva, buscó el vestido y accesorios más elegantes: quería deslumbrar a su público.
              Empezaron a llegar paulatinamente cada uno de los compañeros de trabajo, con los primeros existía un silencio extraño, no tenían la confianza total con ella y no estaban acostumbrados entablar conversación, únicamente los que deseaban ganar la apuesta trataban de hablar y hacer amena la reunión, pero era casi imposible hasta que el grupo fue aumentando.
Arturo

              Arturo tenía sesenta y cinco años, pero no eran notables.  Su cuerpo era corpulento y firme, tenía gran fuerza y esto se podía percibir a simple vista en los músculos de los antebrazos que se veían cuando se arremangaba la camisa sucia.  El pelo era gris y abundante, al igual que su barba, su rostro tenía un aspecto serio, por eso todas las personas le temían, pero cuando uno lograba su confianza entablaba largas charlas acerca de su vida.
Cuando se descompuso el lavatrastos lo fueron a llamar inmediatamente, él se encargaba de todas las cosas del edificio de oficinas.  Tenía experiencia para arreglarlas porque había pasado laborando en eso durante casi toda su vida, empezó desde pequeño, lo hacía porque desde los diez años acompañaba a su padre, que al igual que él, mantenía a una familia extensa.
Llegó al lugar en donde se encontraba la emergencia, se arremango la camisa y empezó a ser su trabajo.   Echaba agua y se secaba la frente por el sudor con un trapo que tenía en uno de sus bolsillos del pantalón.  Yo estaba sentada muy cerca de él, para poder observar lo que hacía y con esto lograba entretenerme un momento de lo aburrido que resultaba estar sentada en recepción. Arturo estaba muy lejos para lograr entablar una charla y matar con ello el tiempo lento de la oficina.
Me encontraba atendiendo el teléfono cuando escuche el grito de Arturo, volteé a mirar y observe cuando él salía con una mano agarrando a la otra y chorros de sangre salían de lo que parecía ser su dedo.
Todo quedó estático: no contestaba el teléfono y no lo ayudaba, hasta que llegó el guardia.  Todo se tornó como una película de malos efectos de los años 70´s y 80´s como Freddy o Jasón, la sangre era irreal, el dedo colgando del extremo que le quedaba, lo blanco del hueso, los rostros desencajados, el rápido correr de las personas que lo ayudabanTodo terminó cuando lo sacaron en una ambulancia del IGSS, fue en ese momento cuando logré tomar consciencia de lo que sucedía.

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              Ana pidió aquel día libre para entregar la única invitación que le faltaba, la de Arturo.  Ya habían pasado casi tres meses desde el suceso del dedo y le había extrañado no saber algo de él, y por ser la única persona con quien había entablado una plática sin relación con el trabajo de recepcionista, necesitaba que estuviera en la reunión que había planeado.
              Arturo vivía en el lado más viejo de la ciudad, las casas eran clásicas pero sin ningún mantenimiento.  Había basura por todos lados y ninguna persona, y las que pasaban tenían rostros pálidos, fuera de sí, ojeras y con un cigarro de marihuana entre los labios.  Ana sentía mucho miedo pero tenía que hacerlo, por que él no tenía que faltar.
              Cuando llegó tocó el timbre, el aspecto del sonido era como el de esa parte de la ciudad y era acentuado por el eco del hogar de Arturo.   Esperó un par de minutos, lo suficiente para que el miedo de estar parada en una calle así le caló lo suficiente y volvió tocar, el mismo sonido triste, quejoso, solitario y sin ritmo se dejó escuchar acompañado del eco que decía que la casa estaba vacía.   No esperó más y dejó el sobre debajo de la puerta, y empezó a caminar para abandonar inmediatamente ese lugar.
              Detrás de la puerta, solo después de haber estado seguro de que la persona quien tocaba estuviera lo más lejos posible, solo así se movieron un par de ruedas metalizadas y oxidas en dirección en donde había quedado el sobre.

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              Arturo, cuando llegó a la emergencia, tuvo que esperar medio día para ser atendido, en ese tiempo el dedo paró de sangrar. Cuando el médico lo atendió le dijo que era imposible la unión del dedo con lo que le quedaba de este en la mano.  Le cauterizaron y le quitaron el que colgaba.   Después fue hospitalizado para observar que la amputación no se fuera a infectar.
Después de haber estado hospitalizado durante una semana y sin recibir visita alguna lo dieron de alta.  Salió de aquel lugar que tenía olor a muerte desinfectada para entrar a otro que tenía el mismo olor pero que se sentía en el aire contaminado del escape de los vehículos.  Se dirigió a casa directamente de la forma más rápida que pudo.  Cuando llegó se paró frente a la puerta de su domicilio y tocó el timbre repetidas veces pero nadie salió.  Esperó un poco de tiempo hasta que recordó que inevitablemente su familia lo había abandonado poco antes del accidente.  Abrió con dificultad la puerta y notó por primera vez la soledad que lo había acompañado desde que su mujer e hijos salieron con sus chunches.  Harto de todo lo que había pasado en tan poco tiempo, decidió recostarse en su cama, empezó a observar su mano mutilada desde todas las perspectivas y recordó el momento del percance: la sangre por todos lados, el dolor, la impresión y la emoción que sintió, entre desagradable y exaltación.  El pensamiento lo excitó, pero trató de reprimirlo cerrando los ojos enfocándose en nada, al poco tiempo se quedó dormido.
             Por la tarde del siguiente día despertó cansado, se levantó sin ganas de hacer algo, pero el hambre lo llamó fuertemente.  Caminó al cuarto siguiente que hacia de sala-cocina-comedor.
             Sacó una tabla para empezar a cortar un güisquil y otras verduras, se dio cuenta de la poca comida que tenía, suficiente para una semana tal vez, pero si lograba comer una vez al día alcanzaría para más.  Terminando de picar todo la mano que empuñaba el cuchillo se encontró sin querer con la otra sobre la tabla, sonrió sintiendo la excitación que reprimió el día anterior.  Entonces aproximó la herramienta sostenida con más fuerza a la punta de uno de los dedos.
Los Niños

             Recostó su cuerpo sobre uno de los sillones para descansar un poco, había sido uno de esos días ajetreados en su trabajo y ya no aguantaba más estar haciendo algo.  Suspiró fuerte y trató de divagar un poco para entretener su mente en otra cosa que no fuera lo laboral.
Entre todo lo que pensaba se topó con los recuerdos de su niñez: se vio corriendo al centro del diminuto patio de la casa después de escuchar que empezaba a llover, siempre había aprovechado que sus padres estaban tomando la siesta para hacer dicha proeza.  Ya en el lugar que le gustaba extendía sus brazos como si estuviera pidiendo algo de forma desesperada, parecía un pequeño cristo crucificado pagando las penas.  Después cerraba los ojos y levantaba la cara hacia el cielo y sentía como caían sobre ella las gotas de lluvia, pasaba un tiempo corto para que esta empezara a mojar toda su ropa y posteriormente su joven piel.
Recordaba que se mantenía de esta forma durante largo tiempo, hasta que sus padres se daban cuenta.  Pero mientras esto no ocurría trataba de no pensar en todo lo que sucedía en su vida y, de cierta forma, lo lograba.  Sentía, en esos instantes, cómo si el tiempo se detuviera, como si este no existiera, todo a su alrededor se desvanecía: el espacio, su cuerpo, todo.   Había sido una forma brillante de olvidar a los médicos, enfermeras, hospitales y el rostro de preocupación de sus padres.
            Aquel único recuerdo de bienestar de la niñez se desvaneció en el sillón en donde se encontraba tratando de descansar, tornándose en un malestar que le provocaba una tristeza enorme.  Inevitablemente junto a esos recuerdos venían otros de esa edad que no eran agradables, que estaban cargados de emociones ambivalentes y desesperantes: Se veía acostada sobre una camilla acompañada de muchas enfermeras y médicos, ya no podía precisar cuantos por que había sido hace mucho tiempo, pero la sensación de desesperación que sentía cuando la llevaban entre los pasillos de color blanco y las luces neones aún las podía ver.
           Había sido una niña enfermiza, desafortunadamente desde siempre, eso la había marcado de todas las formas.  Su mamá cuando la esperaba tuvo que estar en reposo estricto durante todo el tiempo, hasta que nació a los siete meses.  Después, durante cuatro años tres veces al mes visitaba el hospital por complicaciones pulmonares y siempre una vez de todas esas quedaba hospitalizada.  A medida que creció mejoró, pero siempre era internada por los menos unas dos veces al año.
            Esto hizo que sus padres la sobreprotegieran de forma extrema: impedían que saliera de casa si ella no usaba varios suéteres, gorra, guates y bufanda, era refugiada cuando el día se encontraba nublado o lluvioso.  Esto estropeó su relación con otros niños, nadie quería acompañarla para jugar y no tenía amigos en el vecindario y en la escuela, sus únicas relaciones con pequeños era con sus primos, pero estos trataban de evitarla de cualquier manera.
           Sus únicos amigos eran: un pequeño oso que había sido olvidado por alguien en su casa y un niño imaginario, con ellos se entretenía tratando de paliar la ausencia de personas de su edad, inventaba juegos, hablaba con ellos y de cierta manera se entretenía tristemente.
Ana mantenía eso en sus recuerdos y siempre pensaba en todo lo que había pasado para llegar hasta donde estaba: sola en su pequeño apartamento.  Al sentirse así se preguntaba si había valido la pena sobrevivir a sus enfermedades, recorrer los pasillos hospitalarios, conocer a los especialistas y enfermeras que la habían atendido.
Interrumpió sus pensamientos con un suspiro fuerte y profundo como el primero con el cual había empezado el recorrido de su pasado, y por la urgencia de ir al baño.

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              La oscuridad solo podía dejar ver tres sombras corriendo hacia debajo de la cama, después apareció una sombra mayor que se tambaleaba de un lado a otro, le siguieron otras cuatro de la misma forma.   Las que habían corrido a esconderse, las más pequeñas trataban de no moverse pero el temblor involuntario del miedo se los impedían, trataban de no hacer ruido pero de la misma manera les era imposible, se escuchaba el leve movimiento de los pequeños brazos y piernas tratando de evitar ser detectados.
              La sombra mayor se acercó a la cama despacio pero tratando de asegurar que ellos estuvieran allí y se agachó.  Nuevamente el temor entró en acción, pero ahora, sí no lograban moverse hacia ningún lado, intentaban gritar pero cuando trataban de hacerlo éste se quedaba ahogado en la garganta y solo se escuchaba el sollozo.  De la sombra salió un brazo y una mano que cogió con violencia a la sombra más pequeña, una niña de siete años.  Las dos restantes que quedaban debajo de la cama intentaban, en vano, impedir que saliera la pequeña sombra femenina del refugio temporal.
              Dos sombras quedaron en el escondite, estas eran solo un poco más grandes de la otra que había salido a la fuerza.  Ahora ellas intentaban burlar lo obvio, lo de todas las noches, abrazándose fuerte, gimiendo de terror y derramando lagrimas que mantenían su camino sin preocuparse del porque de su origen.
              Cerró los ojos la sombra más grande que estaba debajo de la cama, como si de esta forma lograra hacer desaparecer o borrar lo que ocurría, pero era inútil, a pesar de eso el sonido de las bofetadas se oían como el sonido de la lluvia cuando cae en las láminas de las casas, los gemidos de la pequeña se quedaban huecos por la ansiedad de la situación pero se mantenían en la mente, era como si los tatuaran.  Cuando abrió los ojos notó que la sombra que había salido de la cama, no era la de la niña, si no la de él.  Trató de determinar quien era la oscura penumbra que lo tenía sujetado fuertemente, pero era confuso, en un momento pensó ver el rostro de su padre, el de su tío, el de su madre… y nuevamente se repetían las caras.   Todo era extraño y eso le mantenía en un mayor pavor.
              El dolor era insoportable, no aguantaba más lo que aquellos oscuros sujetos hacían, lo tenían atado de los brazos y las piernas, su cuerpo estaba desnudo al igual que las sombras que lo sodomizaban a su antojo, primero pasaba uno y después otro, y otro, y otro más; hasta que gritó sin saber lo que podía sucederle, y en ese momento todo paró sin alguna explicación, las sombras, el cuarto y los otros niños que estaban con él ocultándose se desvanecieron.
Fue en aquel momento cuando sus ojos vieron una luz brillante que se acercaba rápidamente hacía a él sin detenerse y el pánico que había desaparecido, nuevamente cobró vida, como si lo abrazaran otra vez los hombres que se ocultaban detrás de la oscuridad, no podía resistir eso, tenerlos frente a él, y gritó con todas sus fuerzas para que alguien lo ayudara a salir de todo.
              Arturo despertó tirando todas las chamarras que lo cubrían, el sudor era excesivo, le recorría todo su cuerpo, la respiración acelerada y los latidos de su corazón casi le reventaban el pecho.  Se quedó unos minutos sentado sobre la cama con los ojos muy abiertos y no se movió hasta que logró acostumbrarse a la noche que cubría el dormitorio.   Se levantó y caminó hacia el lavamanos, se remojó la cara y estuvo de pie por mucho tiempo, no podía creer que las pesadillas de su niñez aún lo persiguieran.   Esa noche no pudo dormir, solo lloró desconsoladamente, le irritaba toda su historia, su impotencia de no poder resolverla, de no olvidarla y de sentirla aún, de estar abandonado, de estar solo y ser un miserable en su vida.

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              Movió la improvisada silla de ruedas fabricada con material que había encontrado en la casa, Así pudo acercarse  al sobre que habían dejado debajo de la rendija de la puerta.  Lo tomó con dificultad y leyó el remitente: “Ana”.  Los ojos le brillaron y su rostro cambió completamente como cuando de niño uno ve pasar en el cielo de la noche una estrella fugaz.  Quiso salir, abrir la puerta y gritarle, dejarla pasar a la casa, sentirse acompañado, disfrutar de aquella mujer que le había escuchado antes con tanto interés, verla y decirle todo lo que sentía en ese momento, compartir su soledad, pero todo se diluyó tal como vino, soltó el sobre dejándolo caer al suelo sin importarle el contenido del mismo.
Su pensamiento se enfocó nuevamente en el trabajo que estaba realizando antes de que Ana tocara el timbre.  La silla hacía un ruido suave pero espantoso para el silencio que habitaba junto a él.
              El único sonido que acompañaba al de la silla era la respiración agitada que hacia notar a Arturo fatigado, pero ahí estaba él intentando mover el vehículo que lo transportaba, lográndolo con esfuerzo y dificultad.  Al final llegó al lugar que había abandonado: La cocina.  Ahí había realizado su triunfal trabajo.
              Se acercó más para admirarlo y deleitarse, después de tres días de sudor y desesperación lo había terminado: era un cuchillo bien amarrado con una cita adhesiva de color rojo en unos de los muebles a una altura bien pensada.
              Ya listo colocó el cuello lo más cerca de la hoja con filo y sintió la presión que ejercía sobre esta, era inevitable la excitación que sentía, era una explosión de sensaciones que le daban miedo pero también lo emocionaban.
              Se preparó y giró con todas sus fuerzas la cabeza y el cuello.   El utensilio hizo lo que tenía que hacer: cortarlo, y la herida fue lo suficientemente profunda para llegar a la arteria.  La sangre instantáneamente brotó como un grifo abierto, no paraba, el cuerpo se desplomó en la silla, casi inerte.  Arturo deseaba tocar la herida pero sus brazos, manos, dedos, ya no existían, habían sido amputados, solo una mueca entre satisfacción y arrepentimiento le salió.

La Fiesta 

              A veces los sueños y la realidad se confunden, y cuando es así no queremos despertar o no queremos dormir para no empezar nuevamente a soñar o a vivir lo que más detestamos.  Así se sentía Ana, inmersa en una irrealidad, nunca en su apartamento había llegado tanta gente a festejar algo.
              Todos estaban haciendo algo: hablando, riendo, otros únicamente veían como transcurría la fiesta, pero todos, absolutamente todos, hacían algo que animaba la fiesta.  Ella no podía creerlo, se sentía tan feliz.

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              Cuando conversábamos tratábamos de mantener la mirada detrás de Ana, estábamos impacientes por ella, buscábamos cualquier oportunidad para poder acercarnos e intentar ganar la apuesta, pero Ana iba de un lado a otro, se encontraba emocionada como una niña en su fiesta.  Su cara estaba impregnada de una felicidad desbordante.
               Tardó mucho tiempo y la espera de ganar la apuesta se tornó aburrida, la fiesta bajo de ritmo, pero Ana continuaba igual que al inicio.  Fue entonces cuando su rostro se transformó de una felicidad a un emoción extraña.  Todos sentimos un miedo profundo que nos calo todo el cuerpo.
              En esos momentos ella corrió hacia su habitación, todos la observamos y nos quedamos ansiosos por el suceso.  Tardó un poco de tiempo y cuando salió notamos que toda ella temblaba, el ambiente se cubrió de una extraña sensación.  Ella reía incontrolablemente y temblaba, sus ojos abiertos se veían más grandes, sus movimientos eran rápidos, todos nos quedamos inmóviles, sorprendidos sin saber que hacer.
              Coincidentemente nuestros ojos se dirigieron hacia sus brazos que estaban hacia atrás, sosteniendo algo que no podíamos ver: era la sorpresa que esperábamos, por lo que nos había invitado.
              Sin esperar pregunta alguna de nosotros mostró lo que resguardaba detrás del cuerpo entre los brazos y manos:
               -¡Este es mi amigo!- gritó Ana de una forma histérica e incontrolable.
Todos nos quedamos petrificados, el miedo que sentíamos antes se transformó en terror, pero no lográbamos movernos.  Frente a nosotros ella sostenía un frasco, y dentro de este había una criatura bastante grande, un niño pequeño que se movía incómodamente, podíamos distinguir con dificultad sus brazos, piernas, los ojos pequeños que parpadeaban, estaba vivo, y del los labios del pequeño se asomaba una diminuta sonrisa.

La Comida Final de Arturo

                Salió un suspiro fuerte, los pocos alimentos que tenía se habían terminado y no había comido en varios días.  Fue en ese momento que decidió dejar de contenerse.   Sacó la tabla y el cuchillo, se sostuvo de la mesa y decidió empezar a cocinar.
                Tomó el filudo utensilio y empezó a rebanarse los dedos de la mano izquierda.  En los siguientes días continúo con el brazo izquierdo, después con las piernas y por último se las ingenió para cocinar el brazo, mano y dedos derechos.  Cada vez que se mutilaba, en la cocina se escuchaba un pequeño quejido y el burbujeo del agua hirviendo dentro de la olla.




Imagen: http://despertandoenotrolugar.blogspot.com/2010/03/dos-maneras-ser-felices.html

1 comentario:

José Ramón González dijo...

El relato sobre Ana es cuanto menos sorprendente :) Buen trabajo. Te sigo ;) suerte en los premios!