Mi padre era un buen hombre; trabajaba de mañana a noche sin descanso. Era inteligente también, había que obedecerle al momento porque él sabía “el por qué decía las cosas”. Una vez me dijo:
—No juegues con fuego—, yo seguí en el poyo
sonriendo esperando otra advertencia, él arrugó la frente y tensó la mandíbula. Yo salí corriendo a mi habitación intentando
huir pero fue tarde, mi padre tomó mi brazo y empezó a quemarlo sin
misericordia. Yo intentaba gritar con
todas mis fuerzas porque el dolor era insoportable, pero parecía que él no los
escuchaba. Mi madre intentó detenerlo pero él era fuerte y grande, y la empujó,
ella salió corriendo de la casa. No supe
más, me desmaye.
Dos días después desperté en el hospital con todo
el cuerpo vendado, incapaz de moverme. Mi
madre lloraba desconsoladamente al lado de mi cama y él, mi padre, estaba
parado enfrente de la cama con los brazos cruzados con una sonrisa sarcástica.
Años más tarde hice lo mismo con él pero no
sobrevivió.
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1 comentario:
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mariadmarg@gmail.com
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